Cuando no quedaba nada

Cuando no quedaba nada se desató los cordones y echó a correr. Y consiguió su objetivo. Tropezó y calló. Porque quería estar en el suelo, y encontrar una correspondencia física a ese dolor emocional que sentía. No quedaba nada, se le había ido todo. La cordura, los sueños y la ilusión. Y la fuerza para seguir adelante. No pensaba en nada más que no hubiese más ahí.
Quería empujar el piano y dejarlo volar por la ventana. Jugar a ser equilibrista para caer en el abismo y así acabar con todo. Y así que en la nada hubiese nada.
Cuando miró su bolsillo, sólo encontró dos reproches. Y un botón. Y la factura de un taxi. Se arrancó los recuerdos y con los hilos se tejió la sangre. De su muñeca. Se derramaba...
Una lágrima azul mojó su ombligo, se coló entre dos montañas y llegó al centro de su gravedad para despertar el desequilibrio.
Sentía la vergüenza. Sentía la derrota. Sentía su teléfono vibrando en el coxis y el efecto de los polvos de hada en la cabeza. Retumbando.
Retumbaría por años y ella no lo sabía.
Las sombras de las cortinas, el olor de una mañana putrefacta. La vida en sus entrañas, vida que había que matar con un 98 por ciento de efectividad.
31 versos de Boudelaire.
1020 y pico mañanas de azul marino.
12 frustraciones diferentes.
Todas sumadas. Todas multiplicadas.
Todas resumidas en nada, ahí no quedaba nada.
Sólo cuatro colillas aplastadas y un punto com de CO2. De vaho de las ventanas. De no sabes si es diciembre o es enero. De no sabes si es de hace un año o de dentro de cuatro.
Porque todo lo que entra sale, pero hay dolores que siempre quedan dentro, llenando todo de nada.
Y es que la tortilla tiene dos caras: una sonríe y otra te saca el de enmedio. Y así es cariño sólo podemos ver una parte, pero nos tenemos que comer las dos.
Ojalá hubiese sabido yo de huevos y de dignidad.
Ya no queda nada. Y menos puede quedar.

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